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Channel: soberanismo – Más Que Palabras
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Catalunya, ¿qué está pasando?

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Aquí sigo desde el final de la columna de ayer, como en las historietas de Mortadelo y Filemón, con la barba blanca creciendo a ojos vista, esperando la explicación fetén de los procesistas de salón sobre lo que ha pasado en Catalunya en estos últimos días. Mi banda sonora, una de las primeras de Fito: Todo está muy claro pero no lo entiendo. ¿Quién está ganando y quién está perdiendo?

Y sí, ya, que lo de la división del soberanismo es un invento de la pérfida propaganda unionista española. Nos hemos imaginado las peticiones de dimisión de Torra a grito pelado en la calle. O la sentencia de la CUP en sede parlamentaria: con ustedes o contra ustedes. O la andanada de Rufián, el de las 155 balas de plata, desmarcándose del ultimátum de plexiglás a Sánchez. O ese mismo desmarque, pero en versión más sangrante, en labios de los propios compañeros de partido del president accidental.

Venga, que sí, que preciosos los selfis, los avatares, las actualizaciones postureras en Instagram de cenitas y birras patrióticas con los amics catalás, los intercambios de sobeteos o las gracietas de los tuitstars de lance (con sueldo a cargo del estado opresor) sobre la foto de Urkullu con González. Ahora toca una descripción razonable de los hechos. Puro minuto de juego y resultado. Sin el recurso del victimismo o la negación de la evidencia. ¿Que hay presos políticos y exiliados? ¡Claro, claro! Por eso mismo, por respeto a ellos, al encabronamiento indisimulado de alguno de los más significados, procedería dejarse de engordar los egos a su cuenta, y aplicarse al diagnóstico sincero de la situación. Pero ya sé que no va a ser.


Algo no va bien

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La hora de enviar la columna, y no hay manera. Siguen sin aparecer los turistas vascones del todo incluido al Procés. ¡Con lo necesitados que andamos de su iluminación en estas últimas horas de tinieblas! Porque lo más seguro es que, una vez más, los cenizos que creemos ver una cantada soberanista detrás de otra estemos equivocados y nos dejemos llevar por nuestra fe endeble de tibios autonomistas. Lo de ayer en el Parlament, sin ir más lejos, esa aparente bronca a calzón quitado entre las dos fuerzas mayoritarias del independentismo, tiene indudablemente una explicación razonable y, faltaría más, un lugar en esa detalladísima hoja de ruta ante la que tantas genuflexiones hemos hecho los aprendices de cómo se lleva a término una secesión comme il faut. ¿O ya no cuela?

Me dejo de sarcasmos. Me limito a enunciar lo que se antoja evidente: Sant Jaume, tenemos un problema. Por descontado, no soy tan necio de anunciar, como ya se aventura en el unionismo que come palomitas y descorcha cava, el finiquito del movimiento. Es obvio que ha calado con tal hondura, que difícilmente llegará la marcha atrás, y si hay que apostar, lo más verosímil es que siga creciendo con el paso del tiempo y la suma de desaires. Pero, como ya empiezan a decir, siquiera desde el córner, muchos de los que estuvieron en los orígenes, va siendo hora de tirar de honestidad y reconocer que se mintió o, en el mejor de los casos, se pecó de ingenuidad al proclamar que la separación de España era coser y cantar. Quizá proceda ya que se hagan a un lado los de las adhesiones inquebrantables y los palmeros de ocasión para dar paso a los realistas.

Sánchez, el del 155

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Ni uno solo de los dirigentes independentistas catalanes debió entrar en prisión. No es una cuestión de simpatía ideológica. Es puro sentido común y reconocerlo debería ser muestra de honestidad política, intelectual y, por encima de todo, personal. Estoy convencido de que incluso muchos de los defensores de la unidad de la nación española a machamartillo son conscientes en su fuero interno de la descomunal injusticia que se cometió con la persecución vengativa de unas mujeres y unos hombres que fueron las cabezas visibles —ahora de turco— de un inmenso movimiento popular.

Se puede llegar a discutir si, teniendo en cuenta que la legalidad española no se había derogado, su actuación les hizo merecedores de alguna sanción administrativa o económica. Seguiría siendo un error, puesto que los problemas políticos deben resolverse con métodos políticos, pero cabe el debate. En todo caso, insisto, la encarcelación es una demasía intolerable.

Y si lo fue en el minuto uno, qué decir de su mantenimiento con carácter preventivo durante un año y, llegando a lo más reciente, de sostener, apelando a criterios presuntamente legales que el castigo debe prolongarse durante un cuarto de siglo. Al empeñarse tozudamente en sostenella y no enmendalla, la Fiscalía del Tribunal Supremo se retrata como instrumento para la revancha. Lo de la abogacía del Estado, rebajando las peticiones de penas a la mitad, es casi peor. De saque, porque incurren en un fariseísmo de náusea, pero sobre todo, porque evidencian que, por mucha sacarina que lleve su discurso actual, Pedro Sánchez sigue siendo el copromotor del 155 con el que empezó todo.

21-D, un año

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21-D, hace un año también estuve ahí. Recuerdo la interminable caravana desde el aeropuerto del Prat a los estudios de RAC-1 en la Diagonal de Barcelona. El atasco no tenía nada que ver con las elecciones a todo o nada que se celebraban en un territorio intervenido por designio del en aquellas fechas presidente español, Mariano Rajoy, con el apoyo de PSOE —oh, sí— y Ciudadanos. Era lo habitual cualquier día laborable del año a partir de las cinco de la tarde. De hecho, si no fuera por la propaganda que lucían las farolas y las marquesinas de autobús, nada hacía sospechar que a esas horas las urnas recibían unos votos supuestamente decisivos para el futuro de un país que, según se decía y se sigue diciendo, estaba partido en dos.

Tampoco olvido el comienzo del programa especial de Onda Vasca, con una encuesta a pie de urna que, además de vaticinar la pérdida de la mayoría soberanista, señalaba a la Esquerra del ya encarcelado Junqueras como primera fuerza, superando de largo a Junts per Catalunya, la lista del expatriado Puigdemont. Con esos datos, me provoca sonrojo evocar los comentarios de los sabios analistas (incluyendo los míos) y de los portavoces en las sedes de los diferentes partidos. Luego, el recuento real hizo virar los discursos. El independentismo retenía la mayoría absoluta, pero JxC le tomaba la delantera a ERC, con la guinda insospechada de que el (inútil) ganador de los comicios era Ciudadanos.

No negaré que desde entonces hasta hoy han ocurrido unas cuantas cosas, pero buena parte de lo fundamental —cárcel, exilio, procesos judiciales, imposibilidad de encontrar una salida— se mantiene.

Otra vez el ‘Procés’

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Pues parece que vuelve a tocar a hablar del Procés. No sé si ocurre igual en Catalunya —imagino que no—, pero en otros lares, incluyendo los que pisa servidor, donde se esperaría un mayor ardor, el asunto va de la primera plana a una esquinita perdida de la actualidad sin solución de continuidad. Tan pronto lo ocupa todo como se queda en merienda de muy cafeteros a los que el resto miramos entre la condescendencia, el bostezo, y una cierta resignada ironía; o irónica resignación, no sé. Más que nada, aclaro a espíritus hipersensibles, porque llevamos demasiado tiempo de vuelta y revuelta a la noria sin que ocurra nada remotamente parecido a lo que se nos prometió. ¿Cuándo? Si vamos a las fuentes, en noviembre de 2014, que es cuando iba a haber mutado todo, tras el primer referéndum que hasta su convocante, Mas, reconoció que era una guasa. Si hacemos precio de amigo, en octubre de 2017, que es cuando se proclamó —yo estaba allí— la república catalana.

Cierto, luego vinieron las sacas policiales y los encarcelamientos porque sí de los principales líderes del soberanismo. Ya van, haciendo la media, para quince meses en la trena, con cambio de gobierno español incluido en el trayecto. Y cambio de discurso, de tono y de gestos. Pero en lo básico, sin nada verdaderamente nuevo. Por mejores intenciones que tenga el presidente de rebote Sánchez, el asunto no está en sus manos sino en las de los togados. Ahí volvemos al inicio de estas líneas: en nada, el día 12, empieza el juicio, y por eso el asunto vuelve a ser actualidad. Qué triste, tener que explotar como baza casi única la de ser victimas de la injusticia.

Diálogo, pero discreto

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Antes de ir al grano, déjenme mostrarles mi sonrisa más sardónica ante las infantiles reacciones a la quedada fachuza del domingo en Madrid. Hablo de los unos y de los otros. Los ultramontanos organizadores y sus mariachis mediáticos, vendiendo la moto del éxito sin precedentes, mientras la progresía oficial se mofaba del presunto pinchazo del festejo. Si no fuera porque están instalados en la propaganda más descarada y sin ganas de salir de ahí, los trovadores de acá y de acullá bien podrían dejar de engañarse al solitario. Y esto lo digo especialmente por los partisanos de salón, no vayan a darse el susto, como en Andalucía, cuando cuenten los votos de las cada vez más probables elecciones generales.

Pero yo venía a hablarles del diálogo, que era el impostado origen de la mani cavernaria de Colón. Con el añadido sandunguero de que antes de su celebración, Pedro Sánchez había corrido presto a dar por finiquitado el cruce de impresiones con los independentistas catalanes. Ya les dije por duplicado que me fiaba poco tirando a nada de las intenciones del inquilino incidental de Moncloa. Todo olía, y así pareció confirmarse, a añagaza para conseguir sacar adelante los presupuestos. Cuando Sánchez vio que, aparte de no tener asegurado ni eso, se le venían encima las hordas de la extrema rojigualdez, incluyendo a muchos barones de su partido, echó el freno.

¿Pues saben qué les digo? Que tampoco es tan mala cosa. Con o sin relator, los diálogos políticos que pueden servir de verdad para algo son los que se producen sin que nadie sepa de ellos. Ahora hay una oportunidad. Amenazar con elecciones no parece el camino.

Elecciones, parece

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¿Apuestas con Pedro Sánchez de por medio? Ni se me ocurre, que todavía se me ponen las mejillas al rojo vivo cuando recuerdo aquella infausta columna titulada “Otra moción de fogueo”, en la que vaticiné entre aspavientos dialécticos el seguro fracaso de su envite contra Mariano Rajoy. Al final, unas carambolas que dejarían en aprendiz a Paul Newman en El buscavidas lo llevaron a Moncloa, tóquense la narices. Desde entonces, ahí ha seguido coleccionando días en la poltrona, diciendo arre, so o lo uno y lo otro al mismo tiempo, ándese él caliente, que con el florido pensil que lleva adosado en el culo, ya va para nueve meses como presidente.

Y ahora parece —pongan negrita y doble subrayado el parece— que está preparado para su enésimo todo o nada en forma de inminente adelanto electoral. Para darle más dramatismo al asunto, ya ni siquiera amenaza con el megadomingo de mayo, sino que anticipa el órdago a una fecha tan sugerente como el 14 de abril, con el pifostio que eso implica, incluso para sus propios barones territoriales que se juegan algo en las autonómicas o municipales. Insisto en que no seré yo quien porfíe si es capaz o no de consumar el aviso a navegantes, pero sí me aventuro a opinar que no es mala jugada. Una vez más más, de perdido al río, Sánchez, que ya se ha hecho sus cuentas demoscópicas, traslada la presión a quienes creían tenerlo rodeado y a punto de arrojar la toalla. Hablo, por supuesto, de las fuerzas soberanistas catalanas, que hasta este minuto de la competición tampoco es que se hayan distinguido por haber salido airosas de muchos entorchados. En todo caso, lo que tenga que ser será.

Incómoda espera

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Si no fuera porque ya no es de buen tono el asunto de darle al trujas, la banda sonora de este minuto la pondría Saritísima: fumando espero la convocatoria electoral ya inevitable. Les confieso que, echando cuentas, es lo que más encorajinado me tiene, que debamos aguardar a mañana, haciendo unas vísperas pegajosas en las que los opinadores de aluvión —servidor entre ellos— no vamos a encontrar mejor cosa que hacer que darles la tabarra sobre el asunto.

Pragmático que es uno por naturaleza, no me detendría más de lo necesario a llorar por la leche derramada. Ya ni modo, que cantaría, en este caso, Chavela. Es verdad que da pena y una gota de rabia por ese calendario de transferencias, aunque fuera rácano. O por las mejoras en las pensiones más bajas y esa otra media docena de medidas sociales que tenían bastante buena pinta. Incluso por el desahucio de la momia del bajito de Ferrol o tantas y tantas promesas que dejará en el limbo el ciudadano Sánchez si es verdad que mañana le planta el descabello a la legislatura.

Y aunque el cuerpo pida echar tres cagüentales, tampoco procede —ahora pongo a Sabina en el plato— ir con la cofradía del santo reproche a joder la marrana a quienes han propiciado el coitus interruptus. Bastante tienen con lo suyo las fuerzas soberanistas, puestas en la tesitura de escoger entre peste o cólera. Aguante cada palo su vela, y apechugue con lo que haya de venir. De nuevo, me abstendría de hacer apuestas, y esta vez no solo porque Sánchez las revienta todas, sino porque la memoria nos revela que es frecuente que acabe no ocurriendo lo que parece impepinable. Paciencia es lo que toca.


Cien por cien Urkullu

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Después de asistir con cierto interés a las declaraciones de los principales testigos del juicio por el procés, me descubro ante la capacidad para el retrato de esa especie de mesa camilla desde la que los interpelados han tenido que responder a las preguntas, no siempre bienintencionadas, de las diferentes partes. Como tituló certeramente Manuel Jabois, en su turno, Mariano Rajoy resultó Marianísimo, es decir, pura esencia de sí mismo. Pero el zigzagueante expresidente español no fue el único. Cabe decir algo muy similar de Soraya Sáenz de Santamaría, que jamás se moja ni bajo el chorro de la ducha, o del cada vez más taimado Artur Mas, que está con y contra o contra y con, según se mire. Ídem de lienzo respecto a Gabriel Rufián, que se autointerpretó con tal precisión que era imposible distinguirlo del original, o sea, de su caricatura.

Y, por lo que nos toca más cerca, la afirmación vale también para el lehendakari, que en ese ínfimo pupitre resultó cien por cien Urkullu en fondo y forma. Con su tono de diario, ese que hace que a los pentagramas les sobren rayas, desgranó concienzuda y minuciosamente los hechos, de modo que la épica de los contendientes soberanistas y unionistas quedó reducida a la casi nada. Medió porque se lo requirieron desde Catalunya, pero también porque se lo solicitaron desde la Moncloa de entonces, al modo rajoyano, sin pedírselo expresamente. Estos y aquellos, por inflamados que estuvieran los discursos, querían evitar encontrarse en el callejón sin salida del enfrentamiento en bucle. Hubo un momento en que casi se consiguió. Pero a alguien le temblaron las piernas. Y se acabó.

“Vasquitis superada”

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Le preguntaban en La Vanguardia a Elsa Artadi, número dos tras el encarcelado Joaquim Forn en la lista de Junts per Cat a la acaldía de Barcelona, por la relación del soberanismo catalán con el PNV tras la declaración del lehendakari en el juicio del Procés. La todavía consellera del Govern de Quim Torra contestaba, en un ziz-zag inicial: “No se ha roto, ha cambiado. Ha habido durante mucho tiempo una relación estratégica para tener más peso en Madrid y negociar cosas poco a poco, pero nuestro proyecto político es diferente, es la República Catalana”. Podía haberlo dejado ahí, pero apuntillaba: “La sociedad catalana también ha cambiado y ha abandonado la vasquitis que teníamos”.

Vasquitis, como lo acaban de leer. De entrada, resulta llamativo, o directamente revelador, que Artadi se atribuya la capacidad de interpretar a ¡toda! la sociedad catalana. No es solo que, siguiendo la costumbre, obvie a la parte no soberanista (que no entraré a cuantificar, líbreme Belcebú), sino que se atreve a ser portavoz de los que sí aspiran a la independencia. Se antoja una osadía, cuando hay signos bastante evidentes de que ese sector no es, ni mucho menos, monolítico. Y de postre, la demasía de la vasquitis superada, dando a entender que hubo un tiempo en que se padeció como enfermedad un seguidismo de la causa vasca o cosa por el estilo. ¿Se referiría al nulo apoyo de los partidos entonces solo nacionalistas catalanes que tuvo el lehendakari Ibarretxe cuando llevó su propuesta a Madrid o a la denuncia de Puigdemont ante la UE de la rebaja del precio de la electricidad a las empresas vascas? Me repito: con amigos así…

Operación Iceta

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¿Miquel Iceta, presidente del Senado? Mi primera reacción al escucharlo fue reprocharme mentalmente que no tuviera la menor idea de que se había presentado y salido. Menudo periodista de las narices, me flagelé. Dado que los medios, empezando por el que lo anunció a todo trapo, no hablaban de posibilidad sino de algo que no tenía vuelta de hoja, ni se me pasaba por la imaginación que estuviéramos ante una cuestión que antes de confirmarse debía pasar por una serie de trámites no necesariamente fáciles.

Porque sí, mucha cortesía parlamentaria y lo que ustedes quieran, pero sucede que Catalunya vive en la excepcionalidad desde hace tiempo. Con presos y fugados, nada menos. Que el PSOE diera por hecho que todos los grupos del Parlament se iban a avenir a designar a Iceta senador autonómico en sustitución (o en laminación) de Montilla como si tal cosa resultaba o ingenuo o prepotente. No sé ustedes, pero servidor se inclina por lo segundo. Desde que Sánchez, el renacido, sacó al PSOE del pozo y lo tiene camino de un segundo mandato y hasta, como apunta el CIS tezanita, de darse un festín en las inminentes autonómicas y municipales, está muy crecidito. Y la cosa es que casi me atrevo a decir que con razón y sabiendo que se saldrá con la suya pase lo que pase. Si los que ahora juran que no facilitarán el nombramiento, da igual requeteunionistas que megasoberanistas, acaban cediendo, quedarán como Cagancho en Almagro por tener que tragarse sus bravatas iniciales. Si se mantienen en sus trece —y aquí los peor parados sí serían ERC y JxC—, se arriesgan a ser retratados como intolerantes cerriles. Veremos qué eligen.

Guerra de cifras

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El unionismo español desorejado es previsible hasta la autocaricatura. Era de cajón de madera de pino que, ocurriera lo que ocurriera en la Diada, las huestes carpetovetónicas lo venderían como un pinchazo del copón y pico; ya saben, el célebre suflé que lleva desinflándose desde que todavía no habían pillado a Pujol con el carrito del helado. Y al final ocurre que las profecías se cumplen a sí mismas. Ni un segundo después de que la Guardia Urbana de Barcelona aventara la cifra de 600.000 personas en la manifestación central, los heraldos del apocalipsis corrieron a hacer una conga para celebrar el presunto fracaso de los disolventes que envenenan sus sueños.

¿Lo fue? Ciertamente, si se comparan con el millón del año pasado y no digamos con los casi dos millones de 2014, las matemáticas cantan. Otra cosa es hacerse trampas en el solitario y pretender que una movilización que sigue estando muy por encima de cualquiera que se haya celebrado en el Estado español pueda despreciarse. Eso, sin contar con el factor emotivo, resorte fundamental para sacar la gente a la calle; ojalá no tengamos que ver por cuánto se multiplican esos números si la sentencia del juicio del Procés es la que muchos nos tememos.

Y lo dicho arriba vale casi palabra por palabra para el triunfalismo fingido y poco creíble del soberanismo. “Un gran éxito”, proclamó el president Torra, como si no hubiera quedado patente que empieza a acusarse el hastío y, casi peor que eso, el desencuentro flagrante entre las diferentes familias de los que aspiran a conseguir una Catalunya independiente. Quizá haya llegado el momento de pararse a reflexionar.

Otro 1 de octubre

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1 de octubre. Dos años ya. O quizá, solo dos años. ¿El balance? Dependerá, seguro, de por dónde derrote ideológicamente a quien pregunten. Los soberanistas a machamartillo les dirán que el esfuerzo, incluyendo el tormento de muchos de los suyos, ha merecido la pena y que la causa está más fuerte que nunca. Los de enfrente sonreirán con suficiencia y porfiarán que los secesionistas no han avanzado un milímetro desde aquella histórica jornada en que los dueños de la fuerza no pudieron evitar que acabara habiendo urnas de plástico y que, mal que bien, se votara. Añadirán, además, que hoy la división en el seno del soberanismo salta a la vista y va a más.

¿Y cuál es la versión buena? El corazón quisiera decirme que la primera, pero la cabeza se empeña en que es la segunda la que mejor retrata la realidad actual. Tengo escrito un millón de veces que un día Catalunya romperá amarras con España con los parabienes —o, por lo menos, la resignación— de la comunidad internacional. Cualquiera que tome el pulso a la sociedad catalana, y especialmente a sus elementos más jóvenes, se dará cuenta de que no hay marcha atrás. Es sencillamente imposible revertir la brutal desafección respecto a un estado que ha respondido por sistema con la cachiporra y, casi peor, con el desprecio absoluto a las mil y una llamadas para hablar y dejar que la ciudadanía decidiera.

Pero ese momento de la ruptura no será mañana. De hecho, sostengo que el gran error de los injustamente encarcelados y expatriados, igual que de los que comandaban el Procés y han evitado esos destinos, consistió en hacer creer que la independencia era coser y cantar.

Un escarmiento inútil

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Ahí hemos vuelto a tener al Estado de Derecho funcionando a pleno pulmón. Como aperitivo, una filtración por entregas a modo de Omeprazol para tener preparado el estómago cuando cayera el potaje judicioso en todo su esplendor. Se pretendía, de propina, dar la impresión de generosidad al descartar la rebelión y optar, como si fuera una ganga, por la sedición entreverada de malversación. Con eso y con unas declaraciones espolvoreadas aquí y allá por los mandarines eternamente en funciones, solo quedaba un pequeño detalle antes del mazazo final: un vídeo de primera en el que los miembros más ilustrados del Consejo de Ministros mostraban su don de lenguas. Ocho minutos en varios idiomas para tratar de explicar al mundo que España es una democracia del carajo de la vela y que no hay que dejarse llevar por habladurías. Vamos, una excusatio non petita de manual, una prueba de mala conciencia o, sin más, una exhibición impúdica de cara dura.

Y a partir de ahí, el resto de la pirotecnia que todavía continúa: la asignación de condenas tan caprichosas como todo el proceso, las advertencias de lo que puede pasar si no se baja la testuz, la reactivación de las euroórdenes contra los fugados y, en definitiva, la difusión de un metafórico nuevo parte de guerra que da por cautivos y desarmados a los ya oficialmente sediciosos independentistas catalanes.

Lo mío no son las profecías, pero estoy por jurar que se equivocan quienes andan festejando la derrota del soberanismo. Puede que este escarmiento haya sido un varapalo durísimo, pero no solo no servirá para detener el desafecto por España, sino que lo multiplicará por ene.

Aroma a 155

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Uno de los efectos colaterales pero no menores de la sentencia del Procés ha sido confirmar que Pedro Sánchez se ha pasado a la acera de los partidarios del jarabe de palo. Es decir, ha vuelto ahí, pues cualquiera con dos gotas de memoria recordará que en la mismita antevíspera de la inverosímil moción de censura que lo llevó a Moncloa el tipo le sacaba a Rajoy varias traineras en materia de descalificativos hacia el soberanismo. A Torra lo trataba por entonces poco menos que de nazi tocado del ala. Luego, los escaños de ERC y PdeCat se le hicieron de oro en su equilibrismo aritmético, y llegó el tiempo de las mesas de deshielo, el diálogo, la plurinacionalidad megamolona y el catalán hablado en la intimidad.

Todo, pura estrategia pergeñada por su chamán, Iván Redondo, que es el mismo que, después de haber escrutado las vísceras de una gaviota, le ha reconducido a la senda de la garrota contra los disolventes secesionistas. Fíjense que si fuera por motivos realmente ideológicos, hasta resultaría medio respetable. Pero no. Volvemos al cálculo puro y duro. A cuatro semanas de las elecciones del 10 de noviembre, alguien ha creído intuir que el voto mesetario, submesetario y parte del suprasemesetario depende de la firmeza ante el pérfido desafío secesionista.

Ojo, que la jugada no va solo de cosechar sufragios, sino de granjearse la abstención presuntamente desbloqueadora de PP y, si fuera el caso, los restos de serie de Ciudadanos. La funesta noticia para los que creemos en las soluciones políticas es que en esa operación de atraerse a azules y naranjas Sánchez no se va a parar en barras. Empieza a oler a 155.


Un dilema soberano

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¿Facilitar o no facilitar la investidura de un gobierno con Pedro Sánchez como presidente y Pablo Iglesias como vicepresidente? He ahí el dilema del soberanismo catalán que —dejémonos de bobadas— es quien tiene los votos necesarios, incluso en forma de abstención, para que el pacto de los Picapiedra pase del par de folios con la firma de los susodichos a la realidad. Fíjense que lo que tras el 28 de abril parecía empresa factible ahora se ha puesto muy cuesta arriba. Y no será porque no se advirtió hasta la náusea durante el flirteo impostado del verano de que tras la sentencia del Procés el asunto se tornaría endiablado.

Por si eso no hubiera sido suficiente por sí solo, el Sánchez de la campaña electoral prometiendo trullo para los convocantes de referendos o presumiendo de que a un chasquido de sus dedos la fiscalía traería a Puigdemont engrillado ha elevado el precio del trato. Como poco, cabría exigir que el aspirante a dejar de estar en funciones se retractara de sus bravatas. No parece que vaya a ocurrir y aunque así fuera, tampoco se puede asegurar que serviría de algo cuando llevamos cuatro semanas de bronca sin tregua en las calles.

Ahí es donde Esquerra tiene que tomar aire y andar con pies de plomo. Será muy complicado explicar a los que llevan en el costillar una buena colección de porrazos que se va a permitir un ejecutivo liderado por el que ordenó a los uniformados actuar sin miramientos. Ya hemos visto a Rufián tratado de traidor y abandonando con la testuz gacha una movilización a la que acudió pensando que lo pasearían a hombros. No va a ser nada sencillo escoger entre lo malo y lo peor.

Trapero, héroe caído

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Estuve en Barcelona durante dos de los días que asombraron —o así— al mundo. El 1 de octubre de 2017 asistí al referéndum que se celebró contra la furia de las porras de la Guardia Civil y la Policía Nacional. El 27 del mismo mes, tras la ciaboga meteórica de Puigdemont a cuenta de las 155 monedas de plata de Rufián y los gritos de un puñado de universitarios, presencié la escasamente heroica declaración unilateral de independencia, celebrada por un millar de personas mal contadas en las inmediaciones del Parlament.

Además de la brutalidad sañuda de los piolines el domingo de urnas de plástico y de la falta casi total de épica de la proclamación de la república catalana cuatro semanas después, mi mayor motivo de sorpresa fue la exquisitez en el trato de los soberanistas a los Mossos D’Esquadra. Allá donde se cruzasen, había guiños cómplices, carantoñas, besos al aire y hasta vítores hacia los uniformados locales, que algunos parecían tener como la punta de lanza de las fuerzas armadas de la Catalunya naciente.

Muy poco tenía que ver todo aquel almíbar con las desmedidas actuaciones que yo había visto protagonizar a la policía del terruño. Pero decirlo en voz alta era de mala nota. Por entonces, el cuerpo gozaba de un prestigio indecible entre los partidarios de la secesión, que tenían entre sus grandes personajes de culto al Major Josep Lluis Trapero. Palabra que vi camisetas con su atractivo y aún barbado rostro serigrafiado. Cómo me gustaría saber qué ha sido de esas prendas ahora que el héroe ha devenido en villano y anda por esos juzgados de Dios proclamando que a él el procés le parece una barbaridad.

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